Prólogo a la Antología Del secreto al destello
Del secreto al destello es una voz ante la nada.
Cuando conocí todo el teatro de Pedro Juan Ávila, me sorprendió de tantas diversas maneras, todas positivas, y admiré de entrada no sólo una disposición impetuosa para la dramaturgia, sino la novedad de ser un mantenedor apasionado de la poesía dentro del teatro. Esto en la dramaturgia puertorriqueña es un espacio solitario, pero ciertamente uno de los más dignos.
Si la poesía ha sobrevivido como género vehemente y solitario, ha sido porque es expresión legítima del ser que la causa. Pero que a su vez sobreviva como voz de personajes complejísimos, que van desde los más crudos y naturalistas - como el Anciano de Entre miserias vuelan los sueños, estrenada con inmensa dignidad por el Teatro del Ateneo con ese primer actor que siempre es Aristeo Rivera Zayas- es ciertamente una aventura dramatúrgica a celebrar.
Cuando la dramaturgia nacional se encuentra batallando estérilmente entre las trincheras de formas y “performas” de la hueca posmodernidad, Pedro Juan Ávila va a la poesía salvadora, va a ese espacio de gesto y palabra que nutre la imaginación con sólido sentido, con generosa visión de lo mágico como complemento de lo real.
Su inclinación por temas aventurosos como la antigua Grecia o el jíbaro de principios del XX y el tratamiento gentil y amoroso de trasfondo poético humano hacen de obras como La memoria del olvido y Hay un grito en mis huellas dos piezas de generosa continuidad en la búsqueda de numen humano que sobrevive y crece del caos.
Recuerdo el amable estreno de Hay un grito en mis huellas en el Teatro del Ateneo y las muchas lecturas que hice de La Memoria del olvido cuando el Archivo Nacional de Teatro y Cine la publicó en su Boletín. En ellas había un lenguaje sonoro y dulce a la vez. Una posibilidad de que la acción dramática se deslizara candorosamente en la mejor poesía posible, y esto en el inconsciente aunque fiel pupilado de T.S. Elliot o de Jean Anouilh.
Así, Pero Juan Ávila, Poeta, Gestor y Maestro de Teatro, estudioso serio y severo del desarrollo de la psicología del carácter, rinde su dramaturgia a la labor del poeta como la dignidad que no se pierde. Jamás entrega la espada de la acción, de la tensión y del interés en aras de la belleza verbal, sino que las refuerza con torrentes de naturalismo escénico. Vibrante combinación que revela maestría y dominio de la imagen creadora.
Por eso, una reflexión nos viene a cuento ante esta posibilidad de poesía y teatro que Pedro Juan Ávila sobrevive con sobrehumana entrega.
La dramaturgia ha de ser la zambuida al enramado y espinoso arbusto en el que nos escondemos de lo trivial. Esa huida, ese correr sin que nos vean, ese centellear de la vida, tiene un premio. Al ver el panorama completo de una obra teatral, verlo en la perspectiva de 40 o 60 páginas de acción, hay unos espacios y unos intersticios entre las líneas que de pronto nos saben a maravilla. La tibia calidez de una metáfora, el estertor sutil de un beso que urge la palabra y también la franca y dominante exigencia del deseo. Es en ese espacio por pequeño, privado, íntimo y silencioso, que el dramaturgo se enamora. Enamorado vive este dramaturgo manatieño con la posibilidad de seguir disfrutando esos espacios.También recuerdo Asedio Delirante y las experiencias que en ella depositó el dramaturgo con su entrega biográfica. Porque la mejor poesía es la que se ha visto.
La importancia de la labor de Pedro Juan Ávila como dramaturgo puertorriqueño no puede medirse con columnas de elogios en la prensa. Todos sabemos que a parte de su trabajo en el Teatro del Ateneo hace ya unos años, Pedro Juan Ávila tiene como centro de creación el rico pueblo de Manatí donde ejerce su noble oficio y donde vive bajo la amorosa protección de las hermosas y dedicadas mujeres -esposa e hijas- que son la extensión de su alma. Es en ese espacio de “provincia” (palabra que a nada falta, pero que carga la injusta obligación del prejuicio) donde este dramaturgo ha recibido sus mayores celebraciones.
Fama no ha tenido, porque sabe que eso nada produce; dinero mucho menos, porque en este país ni los famosos lo disfrutan. Grandes reconocimientos sí, los disfruta de sus amigos, de sus pares, de su público y la callada pero atronadora voz de la memoria del Ateneo donde trabajó muchos años como laborante adelantado de los Talleres de Dramaturgia, allí donde vio a actores jóvenes y diestros enriquecerse con sus hermosas líneas, allí se ganó el respeto de los que le admiramos como escritor.
Honesto oficio al menos, cuya verdadera naturaleza pueden muy pocos reclamar en bien de la patria. No todo el que borronea unas cuartillas puede poseer la llave del misterio de la poesía y mucho menos el teatro que es espacio sagrado de la inteligencia.
Sea pues, que la inteligencia y la cultura son dos de los mejores atributos del teatro de este dramaturgo nuestro.
Al leer sus poesías, al disfrutar su excelso teatro y recordar su franca conversación, seria, profunda, inquisitiva, pero no por eso menos amena, mi amigo Pedro Juan Ávila, mi discípulo Pedro Juan Ávila, mi colega dramaturgo Pedro Juan Ávila, me ha enseñado que su poética palabra es un inmenso bastión de creatividad, el destello y la centella de una voz única, soberana y lúcida en medio de este desierto creativo, donde tantos se divierten con los ecos de la nada.
Roberto Ramos-Perea
dramaturgo
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