mmomentonservible,le, desechable, mmomentonservible,le, desechable,El otro amante
Del libro Para volver a mirarte
de Pedro Juan Ávila Justiniano

Tocó a mi puerta tan temprano en la mañana que entre dormida y despierta, dejé escapar una mala palabra de explosivo fastidio. En realidad eran más de las diez, pero la noche anterior, el bruto de turno se aprovechó de mi borrachera y se quedó hasta tarde bebiendo y experimentado conmigo sus maromas sexuales. Tras aprovecharse como mejor pudo, se fue sin aflojar ni un chavo prieto.
Esa mañana, escuché mi nombre al otro lado de la ventana, pero estaba tan cansada y contrariada que cuando el impertinente insistió varias veces, di cuatro golpes al colchón y no respondí. Hasta silencié lo más que pude mi respiración, a ver si el idiota que llamaba a esa hora, se cansaba y se largaba a molestar a la buena madre que lo arrojó al mundo con el único propósito de interrumpir el placentero sueño mañanero de mujeres como yo. Dijo un nombre y suplicó que lo dejara entrar, que me necesitaba. La palabrita me llevó a pensar de pronto que estaba ante la oportunidad de completar los chavos de la renta y decidí abrirle la puerta. Después de todo, no sería ni la primera ni la última vez.
Me senté unos segundos en la cama a buscar el pantie  que andaría extraviado en alguno de los enmarañados recovecos. Como no lo encontré entre tanto reguero, decidí envolverme en la sábana que me azotaba con el tufo de nicótica, cerveza y otros fluidos ya fosilizados. Todavía tenía la  noche pegada a los párpados, pero no me quedó más remedio que levantarme. Entreabrí la puerta tratando de  resistir el castigo de la claridad.
Ni las lagañas ni mi hangover me impidieron abrir los ojos para ver la carita blanca de aquel muchachito quien con tanta insistencia había maltratado mi puerta. Lo primero que se me ocurrió fue preguntarle su edad. A estas alturas de mis canas clairolmente disfrazadas, no quería meterme en un lío con fiscalía. Me dijo que tenía diecinueve años. Tan temprano cobro más, le repliqué, poco convencida por lo que me dijo sobre su edad.  Como sabrás, éste es mi tiempo de descanso y no de trabajo.
Metió su mano en uno de los bolsillos y sacó cuatro billetes de diez dólares, que me ofreció por adelantado. Le mentí al decirle que no era lo que acostumbraba cobrar por mis servicios, pero que le daría el gusto completito, sin descontarle nada. Lo invité a entrar, a quitarse la ropa y a que esperara unos minutos por mí, mientras me bañaba. No pronunció palabra alguna cuando tímidamente se sentó en la única silla del cuarto, frente al espejo grande del gavetero. Antes de abrir la puerta del baño, me volteé para mirarlo. Estaba callado y cabizbajo. Pensé que el trabajito que me esperaba iba a ser el más fácil y rápido en mucho tiempo. Me merecía esa recompensa después de soportar durante tres noches, las groseras embestidas de machos sucios y repugnantes, que a veces concluían su espantosa venida, babeando o vomitando sobre mi espalda. No cerré completamente la puerta para observar al nenito, no fuera a ser que viniera con otras intenciones, nadie sabe. Estaba preparada también para defenderme de cualquier esloquillao que quisiera agredirme.
Después de varios minutos, salí vestida con una bata que siempre dejaba colgada de un clavo en la puerta del baño. En realidad, era la única pieza de ropa transparente y delicada que tenía. Sobrevivió a los azares y jamaqueones que pasé, desde que hace tres años me trajeron desde mi campito de Villalba, engañada con promesas que se convirtieron en una pesadilla. Bueno, la quejadera para otra ocasión. Pues sabrán que no abotoné el camisón, para dejar al descubierto mis dos suculentas trapecistas. Utilizaba mi sexy dream babydoll  sólo en ocasiones muy especiales, ya que la mayor parte de las veces los enfermitos consumidores llegaban tan desesperaos  y embalaos que lo único que les importaba era abordar sin mucha cháchara el asunto. Pero el clientito, sentado todavía, no giró su cabeza para disfrutar de mi carnoso ofrecimiento; solamente se miraba en el espejo.
No te has movido de ahí, ¿qué te pasa? le pregunté. Me acerqué y lo toqué por el cuello, a ver si le erizaba los vellitos y si provocaba alguna repentina inestabilidad en esa zona arrugada de su pantalón. Con este niño, tenía que ser muy distinto, no se me fuera a espantar, pensé. Levántate para quitarte la ropa. Le susurré una pizca de ají en el chicho de la oreja.
Él se levantó y se paró frente a la puerta, con una mezcla de temor y confusión.  ¿Qué te pasa?, Tranquilo, no tengas miedo. Mira, vamos a hablar y a jugar un ratito, para tenernos confianza. Ya verás lo chévere que te vas a sentir. Le dije eso, a la vez que lo tomaba de la mano y lo sentaba cerca de la cabecera de la cama. Le amontoné unas almohadas y un trapo de cojín, no muy católico que digamos, para que se recostara cómodamente. Le dirigí el abanico directamente a su carita, que ahora exhibía una nueva jinchera, para disimular un poco el calor que empezaba a despegarse del zinc infernal. Me di cuenta que el chamaquito inexperto, volvió a mirarse en otro de los espejos que tenía pegado a la pared, cerca de la cama. Me sentí rara, como una sacerdotisa pagana oficiando un ritual, sólo faltaba que de algún lugar del universo nos llegaran unas ondas enviadas por alguno de esos dioses creados exclusivamente para estos sagrados momentos. Así que, a falta de ellas, eché mano del esquelético radio que respiraba un polvo casi centenario. Busqué esa emisora salvadora que siempre pone música relajante. Música que mi abuelo escuchaba mientras leía aquellos libros fascinantes que me comentaba, a espaldas de mi madre y mis hermanos. De algún lugar irreconocible me llegó el deseo de hacerle coro a la melodiosa voz derramada en los poros del aire:
Como en un sueño
sin yo esperarlo
te me acercaste.
Aquella noche maravillosa…
hum hum hum
hum hum hum
Y desde entonces
te estoy buscando
para decirte
que como un niño
cuando te fuiste
me quedé llorando.
Cuando terminé de cantar, vi que mi víctima tenía cerrados los ojos en una aparente tranquilidad. Por unos segundos me sentí triunfante, vencedora, dominante. Hasta imaginé una aureola sobre mi cabecita todavía húmeda. Incluso, me olvidé del orangután de la noche anterior y de mi dolor de cabeza. Pensé que esa sensación no me duraría mucho. Fui hasta la nevera a sacarme el resto de  la resaca, con una cerveza bien fría. Mi intención era compartir aunque fuera un buche espumoso con el bebecito,  antes que se quedara totalmente dormido. Abrí la botella y me pegué de ella para sentir el fríiito de su pescuezo casi congelado. Con paso ceremonioso, continué oficiando, ahora más convencida de que algo diferente estaba por suceder. Me arrodillé frente al corderito, le agarré una de sus manos y puse en ella la botella. Mis dos pretenciosas chamacas se recostaron en sus muslos. Su mirada entonces me pareció menos insegura, aunque no sé si placentera.
Intercambiamos sorbos, yo escandalizando con una que otra risa algo cafrona; el nenito, disimulando sonrisas en un semblante menos rígido. Cuando creí que era el momento preciso, me eché sobre su pecho, me acerqué más para besarle el cuello y fui escurriendo mi mano disimuladamente por los caminitos de su pantalón. Pero el nene me detuvo, se levantó y se volvió a mirar en el espejo grande de la coqueta.
-¿Qué te pasa, me tienes miedo? Confía en mí, todo va a estar divinamente bien. Dime, ¿es la primera vez que estás- así- con una mujer? Vamos a hablar un poco, ¿Cómo quieres que te llame? Mi nombre es Secundina, pero me puedes llamar Dina, ¿Ok?.
Le zumbé amelcochadas todas esas preguntas a ver si le sacaba aunque fuera una sílaba para empatarla y formar una frase. Les aseguro que ya empezaba a impacientarme. Entonces dijo algo que me sorprendió: Que estaba allí porque quería estar cerca de una mujer que no fuera su madre. No pude evitar echarme una sonora carcajada. Este nene sí era un espécimen en peligro de extinción. Hoy día, ya a los doce o trece, son maestros en el arte de ustedes saben qué. Entendí- y me pareció extraño- que lo que el nene deseaba era guayar y guayar por primera vez. Estaba; segura que no venía por su cuenta, sino que el macharrán de su padre, tal vez uno de mis mejores clientes, lo había puesto en el camino de un primer polvo.
Le pedí que me esperara un momento. Volé al cuarto, más rápido que ligero,  cambié la bata por una falda bien cortita y una blusita que me quedaba chiringa. Me apoderé del botón del radio y lo moví hasta tropezar con la emisora del reguetón. Me eché un buche más grande de cerveza, hice caso omiso de arrugas imposibles de disimular, de alguno que otro guindalejo de mi piel y empecé a moverme como la perra experimentada que soy. Esto te encanta lo sé, así que vamos a perrear  pa que te motives, papi.
Fue entonces que siguieron más sorpresas. El nene se levantó, buscó su camisa y empezó a ponérsela, a la vez que se acercaba otra vez a la salida. Lo miré unos segundos, apagué el radio y con un gesto súper exagerado le pregunté que por qué quería irse. Regresó al espejo. Comenzó a hablar tan despacio que tuve la impresión de que cepillaba las palabras, como si desenredara el pelo de una morusa en ruinas.
“Me obsesiona mirarme en el espejo. Al principio, me veo a mí mismo, con esta cara blanca, estos ojos grandes y negros. Cuando doy vueltas en mis pupilas, penetro hasta el fondo de mi alma, empiezo a sentir la sensación de que me abandono para convertirme en otro ser. Acerco las manos a mi rostro y me acaricio. 
Se imaginarán lo que pensé al escuchar esta inesperada confesión. Era la primera vez en mi putísima vida que me pasaba algo como esto. Traté de entender el verdadero motivo de la visita de este muchachito extrañamente ingenuo. Dudé si debía devolverle el dinero y darle un santo empujón que lo depositara en la calle, pero decidí pedirle que no se fuera, tan pronto. No sé si lo hice para justificar de alguna manera mis pesitos o por un maldito cosquilleo de ternura  que me llegó, no sé de dónde. Se me ocurrió quitarme toda la ropa y acostarme en la cama, para acabar con esta pejiguera. Sonó el timbre de su celular, él titubeó; finalmente, le dio un tapabocas para callarlo. Quiso acercarse al otro espejo de la pared, me miró, sonrió y comenzó a quitarse la camisa, Se acostó a mi lado, sin tocarme. Vi que miraba las grietas negras del techo descascarado. Estuvo así por unos minutos, que a mí me parecieron horas. Mi impaciencia me llevó a tomar alguna iniciativa. Deslicé mi mano derecha muy suavemente por su muslo, pero él no permitió que llegara a su reposado destino. La llevó hasta su pecho casi transparente y lampiño, se volteó un poco hacia mí y dobló sus rodillas. Mis manos quedaron encerradas y apretadas, sintiendo aquellos latidos como golpes de cartílagos en cachete de recién nacido. Sentí entonces el impulso de acariciar su cabeza hundida en su pecho.
-Dime lo que desees, le susurré mientras acariciaba su pelo lacio.
-Mi pai dice que los que se miran mucho al espejo, se enamoran de ellos mismos.
Le dije que dejara de mirarse su cara en los espejos y recostara su cuerpo del mío. Saqué una funda de las almohadas y cubrí con ella el pequeño espejo que nos quedaba más cerca. Ahora nos olvidamos de los espejos, le dije, a la vez que me echaba otra vez junto a él. Entrelacé mis piernas con las suyas, lo besé en la cara y lo acaricié  como si fuera el pequeño menino que acompañó mis días de niña, allá en el barrio donde la vida una vez fue tan clara como las aguas de la charca donde aliviábamos el dolor de la escasez. Se dejó llevar por los empujoncitos de una dulce y sosegada ternura que yo había olvidado desde hacía mucho tiempo. Le hice el amor sin aquella prisa asfixiante en la antesala de orgasmos vomitivos. Todo fluyó con la tranquilidad apasionada del lecho nupcial  que una vez soñé. 
Los reclamos de nuestra hambre nos indicaron que no podíamos esperar más. Ya eran casi las dos de la tarde. Fui y me lavé lo mejor que pude y le pedí a mi amante que se bañara, mientras yo preparaba alguna tontería para almorzar. Estaba sonreído y firme. Antes de meterse al baño, su celular volvió a sonar. Se fijó en la pantalla, hizo un gesto de contrariedad y me pidió que contestara la llamada. Dudé en hacerlo, pero él insistió. Una voz al otro lado preguntaba por Luisito. Preguntan por ti, creo, dice que es tu mejor amigo. Dile que no estoy, que me fui de viaje y que no pienso regresar.
Todavía acostumbro oír la canción que mi inesperado amante mojaba con el chorro de la ducha.
Cuando se despidió, permanecieron ciegos todos los espejos.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Nota biográfica de Pedro Juan Ávila Justiniano

Fragmento de El caminante del sombrero blanco