De viejos y de locos
Una de mis primeras confusiones fue asociar la vejez con la locura. Lo digo porque la infantil curiosidad me llevó a husmear reveladores contrasentidos entre los mayores. Nada sabía entonces de la psicosis, de las alucinaciones, de la catatonia y de otras patologías. Hablo del fisgoneo de mis pupilas niñas, como una cámara de cine escondida en algún rincón de la habitación. He dicho antes que uno de esos seres absorbentes fue mi padre. Algunas noches, al trasluz de una cortina, escondido y sorprendido, vi y escuché al Viejo decir palabras raras, que recogían preocupaciones y anhelos que no comprendía. Otra que también nos visitaba con regularidad era una divertida vecina llena de canas y de piel muy estrujada. Llegaba ensartando frases incoherentes con refranes colorados, luego se lanzaba al suelo en contorsiones que provocaban carcajadas de mis hermanos. Me hizo pensar que alguna gente mayor se paseaba desfachatadamente por la irrealidad.
Mis temerosas curiosidades se transformaron en lazos y besos de ternura. Ocurrió una mañana, con Rosita la de los Peines. Era una viejecita casi centenaria, reducida a  lo que su nombre revelaba: una pequeñita rosa rosada. Me acerqué al balcón donde un grupo de personas escuchaba su encantadora conversación. Llevaba consigo un saco de tela rústico para echar los regalos de los vecinos que visitaba sábado tras sábado. Eran vestidos, pañuelos, mantillas, figuritas y peinillas, entre otros objetos personales. Noté que tenía puesto en su moño plateado, al menos dos grandes peines. Ante el reclamo de sus admiradores, develó su angelical belleza y comenzó a cantar el tango de Gardel que la llevaba de puerta en puerta: “Y todo a media luz/ que es un brujo el amor/ a media luz los besos/ a media luz los dos.” Mientras otros niños alimentaban con burlas su inmadurez, yo me estremecía por la emoción.
El caminante del barrio Pugnado fue otra de esas almas vibrantes. Llegó en mi edad adulta o segunda juventud. Lo llamé Carlitos en la recreación literaria de aquel trashumante rudo con espíritu de candorosa ingenuidad. Vivió gran parte de su vida yendo de un lugar a otro, recorriendo carreteras y trillos. Cruzando ríos y quebradas, al amparo del sol y de la lluvia fresca. Calando su sombrero blanco, con sus bolsillos repletos de páginas de periódicos, condecorado con sus peinillas y exhalando la pureza de su alma.
En mis lecturas, los acontecimientos divergentes y los personajes y autores alienados siempre me han seducido. Uno de éstos es Áyax, en la tragedia de Sófocles. Atenea, diosa de la sabiduría y curiosamente también de la locura, confunde mentalmente al soldado enojado, haciéndole creer que un hato de reses es un grupo de reyes. Cervantes, muchos siglos después, recrea este mito en El Quijote. El Manco de Lepanto dota al Caballero de la Triste Figura de una lúcida locura, de una enajenación provocada por los libros. Don Alonso el Bueno es un iluso iluminado por el amor a los ideales más elevados. Su sublime e incomprendida demencia estuvo siempre al servicio de la justicia, de la igualdad, de enaltecer a la mujer y reivindicar a los pobres y a los desvalidos.
Escuché predicar en la adolescencia sobre un hombre que andaba descontrolado como un animal salvaje, gritando por los sepulcros. Angustiado y atormentado, vivía entre los muertos. Me fascinó la historia de este Endemoniado Gadareno. El Pastor decía que era una víctima de los demonios. A mí me cautivó el hecho de que se enfrentó a Jesús con una pregunta, ¿Qué tienes conmigo? El desafío se convierte en el eje de su violencia. El Maestro lo confronta también con su verdadera identidad, la de ser legión. Este relato implica la pugna entre la locura como una fuerza retardataria de fuerzas destructivas y el poder de la justicia y el amor, encarnado en Jesús.
Intensas emociones y sensaciones, que aún reverberan en mí al recordarlas, surgieron de lecturas, personajes y conversaciones con viejitos alegres y sabios. Pero antes, de aquel niño que experimentó la ruptura con la cotidianidad. Simultáneamente, nació en mí cierto sentido de libertad para desviarme un poco del sendero de la corrección que los adultos cantaleteaban. Tonteaba con el desparpajo de la risa sana y liberadora. Crecí con la osadía de rebuscar en los libros y en las personas, mucho más que la sopa flemática de cada día.    



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