Acordes afanosos de Pedro Juan Ávila, un concierto de versos
Ángel M. Encarnación Rivera
Pedro Juan Ávila es un poeta manatieño creador en variados géneros, estudioso y profesor. Acordes afanosos, 2010, es una obra poética publicada por la editorial Terranova. En ella se logra aunar humor, sorpresa, audacia verbal, innovación, vanguardia, buen gusto, comedimiento, pasión, dolor y recuerdo como pocas veces encontramos en un libro de poesía. Ninguno de aquellos contenidos se recarga, el buen gusto sobresale. El libro está dividido en cuatro partes: “Sobresaltos ante el clavijero,” “Cuerdas fluorescentes,” “El lunático bordón,” y “Variaciones febriles.” Cada parte se introduce con un poema temático como en una sinfonía, estructura artística que el libro recrea en cuatro movimientos.
La primera parte se debate ante el recuerdo de lo imposible y el deseo. Este deseo crece al retornar lo vivido por distintos medios como lo son la naturaleza, las fuentes, los arbustos, los trinos, las madrugadas, las flores, la bruma. Entonces se recurre a reconstrucciones de voces, de sueños, de alborozos y de presencias. Nada evita que el tiempo prevalezca y lo disuelva todo convirtiéndose en un gran dolor, una peor verdad:
            Alcanzarte
En el polen amarillo de un penacho de cielo.
Perseguirte para evitar que tiembles
                                                en los dedos del sol.
Aprisionarte
antes que robe el alba tu regodeada desnudez.           (p.16)

Pero en el poema se descubre que solo la palabra puede reconstruir el pasado, dejarlo estático en el anhelo, en sueños verbalizados poemáticamente.
La segunda parte enaltece los sentidos, el sudor, el soplo, la luz, el oído, el olfato, la queja, el calor, la piel, el fuego, los sabores, la mirada, los roces, las visiones. Hay gratificantes reconstrucciones del deleite, del goce, sensual, y del disfrute, en una marcha contra el tiempo, clásico Carpe Diem que implora el placer: “No le pidas más pruebas a mi amor/ arriba a sus estruendos”.
La sonoridad se aferra a esta sección con mayor presencia en imágenes plurisémicas mezclando lo auditivo y lo sensorial. En las cuerdas surgen el oro y los flautines;  las canciones se tiñen de bronce, arden; el olvido se “ensalma.” Todo tiene ritmo, la tarde, los peces, los efluvios, las composiciones son tangos, boleros, Bossa Novas.
El regreso de la amada, su voz, el olvido, el pasado, todo ello se evoca con una nostalgia que no pierde el temple. Un anhelo controlado, muy emotivo, pero controlado, reinventa el presente recreando besos, abrazos, siluetas, entregas, sombras. La presencia de la amada, su figura, es una totalidad obsesiva; la verdad de su presencia abstracta se asume sin ninguna contrariedad. Véase el poema “Presencia,” p. 40, en el que se desarrolla una enumeración caótica y un final rotundo y certero.
La música nos entronca al presente activo, a veces chocante, sin alejarnos del pasado clásico. Así nos hace sentir el título de la tercera parte: “El lunático bordón,” su primer poema, “Ceremonial de la pupila que desnuda evasiones,” es una cantata a la noche y al otoño que “a veces se parecen.” La muerte, la vejez, el tiempo, las hojas, las nubes, los rumores, la lluvia, la flauta, el oboe, el bordón, todos ellos elementos tradicionales cobran nueva vida y aparecen en un contra canto lleno de sonoridades que recrean el paso del tiempo.
En esta segmentación suenan las voces de otros poetas o cantores como Manuel Joglar Cacho, Antonio Cabán Vale, Ednairis Rivera, Vicente Rodríguez Niezche, con quienes el poeta autor se identifica en medio de una abrupta actualidad, una disímil y humorística modernidad que parece contrariar los verdaderos principios del amor. Es como un intermezzo en el concierto total que construye esta poesía.  De esta manera lo recrea el poema “Fugacidad lírica,” p. 54.
La última parte del libro nos hermana con una producción neo barroca en sus variaciones febriles. Como las demás partes, comienza con un poema introductorio en el que se intuye un final sin límites: “Intermitencias del granizo en ventanales apacibles.” Pronto los versos se dolerán del ataque del tiempo; un tiempo convertido en granizo, en arlequín, en colmena. En el poema “Confluencia,” p. 62, se dibuja una violencia invasiva, de tartamudez y laberinto. No es más que la creación poética: “Es posible que aun pueda/ perderme en la caricia de algún verso. / Estoy en el umbral de un campanario,” p.63.
Todo conspira para ese momento de la creación que es como un asalto, silencio macerado, escalofrío, mordaza, llaga, memoria, relámpago, madrugada. El metro trata de regularse más que anteriormente; encontramos sonetos, odas, cuartetos. El júbilo de la creación es el mismo de la presencia de la amada en la entrega. Al final se nos poetiza el momento del logro de la inspiración, se abre el canto al gozo;
            Soy esa senda de trinos arrojada
            al gemido del amor
            en su flojera de burbuja.

            Soy ese retazo de milenios
            apetecido por los abismos.
Lo incierto me acomete,
como espasmo en la médula.
Soy cáliz de usgo
en el muro de las fabulaciones.

Corteza estremecida
por un rayo de almendros.

Acorde que delira transfiguraciones en la
                        ceniza.
            

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