Comentario Crítico sobre Temblor Acorralado
Sobre el Temblor acorralado.
El regodeado disfrute de la muy pausada lectura de este poemario me ha posibilitado una experiencia ideo-estética profundamente enriquecedora. Y es ésta la conclusión sine qua non que emerge, para invadirnos, cuando ¿terminamos? ¿recomenzamos? la lectura de este tercer poemario del bardo manatieño-cuasi ateniense .
Desde siempre –y de manera particular desde La noche desvelada-- se nos reveló la certeza de estar ante un Poeta así, con mayúscula. No fue casual; sino meramente causal y merecido que el Instituto de Literatura Puertorriqueña reconociera ese libro con una Mención de Honor como una de las mejores obras publicadas en el 2003. Ahora nos entrega su Temblor acorralado quizá no tanto como consecuencia del justo reconocimiento de la crítica especializada, como de esa necesidad nunca satisfecha, y siempre in crecendo, que siente todo artista genuino por llegar a dominar todos los meandros de su Ars Poética, y no guardársela; sino ofrecérnosla como el pan compartido en un obstinado esfuerzo por saciar nuestras hambres ancestrales de espiritualidad.
El aguzado dominio del idioma como instrumento poético habla de la sustanciosa madurez por la que transita la poesía de Pedro Juan Ávila Justiniano. En los nueve primeros poemas, que se me antojan como un gran pórtico al libro, el Poeta nos declara cuáles serán ahora los fines de su canto: “Pretendo bordear el disimulo / de la palabra aromada/ [...] ante la cara sucia de la vida.” Y cierra este primer poema de este magnífico pórtico declarando: “En esta plegaria sangra / mi temblor acorralado”.
El siguiente segmento lo titula Tembloroso camino y viene presentado por un exergo que –tranquilamente, sin sustos témporo espaciales-- asumo la osadía de decir que Charles Baudalaire escribió para Pedro Juan, porque ya sabemos, dolorosamente, que las alas de la espiritualidad suelen ser difíciles de desplegar en toda su potencialidad. Constate el lector el exergo, lea el libro, y saque sus propias conclusiones. El fuerte tono de la mejor poesía vanguardista, llena de lirismo y, en consecuencia, carente de estridencias, matiza todo el segmento, con imágenes poéticas de suma eficacia que, después de dialogar con los leitmotiv del suicidio, la muerte y la soledad nos advierte: “Pero te traemos la ternura / en nuestro lebrillo atormentado. / Un mendrugo en tu pórtico [...] que rema vendimias en tus páramos / que roza ráfagas verdes en tus oídos”. Y ordena el Poeta en ese mismo poema al cierre del segmento: “Quema tu desesperanza / con la infusión / del nuevo salmo que te trae la vida.”
El segundo segmento, Tembloroso delirio, está precedido por el exergo del santiaguero Jesús Cos Causse que nos prepara el disfrute de cinco muy depurados poemas transidos de la gozosa experiencia del amor de la pareja humana como Dios la concibió. Y el Poeta nos enseña aquí, sin remilgos, su bordeo de la genialidad en el manejo de los recursos de la ironía en el texto titulado Se enamoró de una muchacha no bonita. Y exhibe imágenes de elegante y eficaz erotismo en el poema que titula Mujer de fruta democrática, sin duda uno de los mejores entre todos los siempre buenos poemas que conforman este libro.
El tercero y último de los segmentos, Desacorralando huellas, está integrado por nueve poemas que cantan el decursar del amor desde la implosión de sus inicios descubridores hasta los sosegados escaños de la cotidianidad hogareña, la familia, los hijos y los nietos, y pasan también por la evocación de poetas que ya no están, pero que permanecen en su obra. Poema bellísimo, desde el propio título que lo identifica, es En la soledumbre de la tarde, que el Poeta dedica a su hermana Mercedita en su muerte. Y la evoca “con una gota suficiente de fe / [...] sosegada de luz / Adelgazada / como la brisa sazonada de tu andar”.
El último poema, En el clarear de la llama, que cierra el segmento y cierra el libro, es como una gran sinfonía que logra incorporar armónicamente todos los instrumentos pulsados y dejan esa sensación de íntima plenitud que percibimos en el movimiento último de una gran sinfonía. Asistimos al trascendente encuentro del Poeta consigo mismo, con su intransmutable identidad poética –que es su identidad humana integral-- a partir del recuento iluminado de sus afanes, su soledumbre acompañada, su cuidadoso afán de esconderse del “desfile de rebaños acéfalos.” Y ya “en la cima”, sentir “la empapada de luz”, porque habiendo hallado la identidad ontológica en “el carbón de mis versos”, el Poeta declara:
Y tiemblo acorralado
En el clarear de la llama.
La Poesía, en estos años de descreimiento y ramplona materialidad, siempre nos ayudará a orear el espíritu y ser mejores. Por eso recomiendo la lectura atenta de esta llama vivificante que nos ofrece Pedro Juan Ávila Justiniano en este excepcional libro de poemas.
Josefina Toledo Benedit.
Profesora, Historiadora, narradora
Jueves 2 de febrero de 2006.
El regodeado disfrute de la muy pausada lectura de este poemario me ha posibilitado una experiencia ideo-estética profundamente enriquecedora. Y es ésta la conclusión sine qua non que emerge, para invadirnos, cuando ¿terminamos? ¿recomenzamos? la lectura de este tercer poemario del bardo manatieño-cuasi ateniense .
Desde siempre –y de manera particular desde La noche desvelada-- se nos reveló la certeza de estar ante un Poeta así, con mayúscula. No fue casual; sino meramente causal y merecido que el Instituto de Literatura Puertorriqueña reconociera ese libro con una Mención de Honor como una de las mejores obras publicadas en el 2003. Ahora nos entrega su Temblor acorralado quizá no tanto como consecuencia del justo reconocimiento de la crítica especializada, como de esa necesidad nunca satisfecha, y siempre in crecendo, que siente todo artista genuino por llegar a dominar todos los meandros de su Ars Poética, y no guardársela; sino ofrecérnosla como el pan compartido en un obstinado esfuerzo por saciar nuestras hambres ancestrales de espiritualidad.
El aguzado dominio del idioma como instrumento poético habla de la sustanciosa madurez por la que transita la poesía de Pedro Juan Ávila Justiniano. En los nueve primeros poemas, que se me antojan como un gran pórtico al libro, el Poeta nos declara cuáles serán ahora los fines de su canto: “Pretendo bordear el disimulo / de la palabra aromada/ [...] ante la cara sucia de la vida.” Y cierra este primer poema de este magnífico pórtico declarando: “En esta plegaria sangra / mi temblor acorralado”.
El siguiente segmento lo titula Tembloroso camino y viene presentado por un exergo que –tranquilamente, sin sustos témporo espaciales-- asumo la osadía de decir que Charles Baudalaire escribió para Pedro Juan, porque ya sabemos, dolorosamente, que las alas de la espiritualidad suelen ser difíciles de desplegar en toda su potencialidad. Constate el lector el exergo, lea el libro, y saque sus propias conclusiones. El fuerte tono de la mejor poesía vanguardista, llena de lirismo y, en consecuencia, carente de estridencias, matiza todo el segmento, con imágenes poéticas de suma eficacia que, después de dialogar con los leitmotiv del suicidio, la muerte y la soledad nos advierte: “Pero te traemos la ternura / en nuestro lebrillo atormentado. / Un mendrugo en tu pórtico [...] que rema vendimias en tus páramos / que roza ráfagas verdes en tus oídos”. Y ordena el Poeta en ese mismo poema al cierre del segmento: “Quema tu desesperanza / con la infusión / del nuevo salmo que te trae la vida.”
El segundo segmento, Tembloroso delirio, está precedido por el exergo del santiaguero Jesús Cos Causse que nos prepara el disfrute de cinco muy depurados poemas transidos de la gozosa experiencia del amor de la pareja humana como Dios la concibió. Y el Poeta nos enseña aquí, sin remilgos, su bordeo de la genialidad en el manejo de los recursos de la ironía en el texto titulado Se enamoró de una muchacha no bonita. Y exhibe imágenes de elegante y eficaz erotismo en el poema que titula Mujer de fruta democrática, sin duda uno de los mejores entre todos los siempre buenos poemas que conforman este libro.
El tercero y último de los segmentos, Desacorralando huellas, está integrado por nueve poemas que cantan el decursar del amor desde la implosión de sus inicios descubridores hasta los sosegados escaños de la cotidianidad hogareña, la familia, los hijos y los nietos, y pasan también por la evocación de poetas que ya no están, pero que permanecen en su obra. Poema bellísimo, desde el propio título que lo identifica, es En la soledumbre de la tarde, que el Poeta dedica a su hermana Mercedita en su muerte. Y la evoca “con una gota suficiente de fe / [...] sosegada de luz / Adelgazada / como la brisa sazonada de tu andar”.
El último poema, En el clarear de la llama, que cierra el segmento y cierra el libro, es como una gran sinfonía que logra incorporar armónicamente todos los instrumentos pulsados y dejan esa sensación de íntima plenitud que percibimos en el movimiento último de una gran sinfonía. Asistimos al trascendente encuentro del Poeta consigo mismo, con su intransmutable identidad poética –que es su identidad humana integral-- a partir del recuento iluminado de sus afanes, su soledumbre acompañada, su cuidadoso afán de esconderse del “desfile de rebaños acéfalos.” Y ya “en la cima”, sentir “la empapada de luz”, porque habiendo hallado la identidad ontológica en “el carbón de mis versos”, el Poeta declara:
Y tiemblo acorralado
En el clarear de la llama.
La Poesía, en estos años de descreimiento y ramplona materialidad, siempre nos ayudará a orear el espíritu y ser mejores. Por eso recomiendo la lectura atenta de esta llama vivificante que nos ofrece Pedro Juan Ávila Justiniano en este excepcional libro de poemas.
Josefina Toledo Benedit.
Profesora, Historiadora, narradora
Jueves 2 de febrero de 2006.
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